Una tarde bañada en la cálida luz del sol, cargada de emociones y de una belleza que no necesita más adornos, un grupo de estudiantes de la asignatura de Geriátrica de la Universidad Nacional Evangélica (UNEV), recinto Santiago, se embarcó en un viaje que marcaría sus corazones para siempre.
El destino: el Hospicio San Vicente de Paul en Santiago de los Caballeros. En ese lugar, donde la vida parece detenerse en los rostros marcados por el tiempo, los estudiantes y sus profesores vivieron una experiencia que no solo cerró un ciclo de una asignatura, sino que abrió las puertas de la empatía y la humanidad en su forma más pura.
Al atravesar el umbral del salón de la institución, los estudiantes fueron recibidos por más de 70 adultos mayores, cuyas miradas hablaban de años de historias, de alegrías y penas que las arrugas no podían ocultar.
Fue en ese momento que el ambiente se transformó, como si el lugar cobrara vida con la llegada de estos jóvenes llenos de energía y ganas de compartir. La atmósfera se cargó de una mezcla de valores que resonaban en cada rincón: generosidad, respeto, y una inquebrantable vitalidad.
Y, entre esos adultos mayores, se destacaban dos personajes entrañables: “Papucho” y Joseph, también conocido como “El Canadiense”. Estos hombres, con sus sonrisas amplias y corazones llenos de vida, se convirtieron en el alma de la tarde. Con una destreza que desafiaba la edad, se adueñaron del espacio, invitando a todos a bailar al ritmo del son y el merengue. Sus movimientos, más que pasos de baile, eran un lenguaje silencioso que hablaba de una vida bien vivida, de amores perdidos y encontrados, y de un espíritu que se niega a rendirse ante el paso del tiempo.
Los estudiantes, acompañados por su profesora Jenifer Santana, se unieron a la fiesta. Pero no fue una simple interacción; fue un encuentro de almas. Mientras bailaban y conversaban con los ancianos, una especie de magia se desplegó en el lugar. Las risas y los aplausos se entrelazaban con la melancolía y la gratitud, creando un momento en el que el tiempo parecía detenerse, dejando solo las emociones en el aire.
En representación de la universidad, la Coordinadora Académica, ingeniera Jovina de la Cruz, estaba presente, compartiendo en silencio la emoción del momento. La directora del hospicio, Soraya Cordero, junto a Alexandra Quezada, del departamento de Gestión Social, quienes agradecieron a la UNEV y a la Escuela de Enfermería por las donaciones: pañales, alimentos y productos de higiene. Pero más que los objetos, lo que realmente caló hondo fue el gesto, la compañía, la humanidad.
Los estudiantes también conversaron con los adultos mayores, adentrándose en las profundidades de sus memorias. Pedro Aybar, un hombre cuya vasta cultura general impresionó a todos, compartió historias de su juventud, de sus orígenes y de una familia que quizás, en su silencio, aún espera.
Fue un intercambio que no solo enriqueció a los jóvenes, sino que trajo consuelo y compañía a esos ancianos, para quienes la espera se ha convertido en una forma de vida.
La tarde avanzó y, con ella, el sol comenzó a despedirse, pintando el cielo con tonos de nostalgia. Pero en el Hospicio San Vicente de Paúl, quedaba un rastro de esperanza y alegría. Un recuerdo indeleble, tejido con hilos de amor y compasión, que tanto los estudiantes como los ancianos guardarían para siempre en sus corazones.
Al final, no fueron solo donaciones materiales lo que los estudiantes llevaron, sino algo mucho más valioso: el don de la escucha, la fe en la humanidad, y la fortaleza para esperar un mañana mejor. Y mientras el sol se ocultaba, dejando paso a la noche, todos sabían que ese día, en ese pequeño rincón del mundo, se había vivido algo extraordinario. Algo que, aunque no se vea, permanecerá en el alma de quienes lo vivieron, recordándoles que el verdadero sentido de la vida se encuentra en la entrega desinteresada y en la capacidad de amar sin esperar nada a cambio.
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